Un reciente informe de la consultora Ad Hoc, titulado «La provocación permanente», reveló un dato tan llamativo como preocupante: el presidente Javier Milei es el argentino no anónimo que más insultos y agresiones ha emitido en redes sociales en los últimos dos años. Solo es superado por cuentas identificadas como trolls o perfiles deliberadamente provocadores.
El estudio, basado en el análisis de más de 27 millones de insultos en plataformas digitales, identifica al mandatario como una figura central en la expansión del discurso violento en el ecosistema digital argentino. Lejos de tratarse de una conducta aislada o impulsiva, el informe sugiere que Milei utiliza el insulto como estrategia deliberada, construyendo una identidad política a partir de la confrontación constante.
En el ranking de agresividad, Milei aparece solo por debajo de perfiles como «Traductor Te Ama», «Re Corriendo Juntos», «El Toro», «La Matancera Antik!» y «Mariana Buccino», todos ellos sin identidad pública real. Es decir: ningún otro actor político real y no anónimo insulta tanto como el presidente de la Nación.
El insulto como discurso de poder
El fenómeno, sin embargo, no se agota en una cuestión de tono. Según el informe, el uso de lenguaje violento se duplicó desde 2023, en paralelo al ascenso de Milei. La agresión no solo se amplifica en redes, sino que contagia, normaliza y polariza. Medios, militantes digitales y sectores del oficialismo replican ese estilo, reforzando una lógica de exclusión en la conversación pública.
No se trata, entonces, de un exceso retórico. Es una forma de hacer política. Milei no es solo un participante más en la disputa digital: es el epicentro del clima de hostilidad que domina buena parte del debate público argentino.
Y esto no se limita al terreno virtual. En espacios formales o institucionales, el presidente ha sostenido el mismo registro. Durante su participación en el reciente Derecha Fest, volvió a emplear expresiones como «casta chorra, parasitaria e inútil», llamó «basura inmunda» a un senador, acusó a periodistas de ser «ensobrados» y calificó a dirigentes progresistas como «parásitos mentales».
El uso sistemático del insulto desde el más alto nivel del Estado no solo degrada la calidad del debate democrático, sino que instala una forma de ejercer el poder que convierte la violencia simbólica en moneda corriente.